Mamá llora la pérdida de su hijo, era delincuente

Departamento Web
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El poder de una oración sincera

Hace unas semanas, en varios medios, se difundió la noticia de una madre que suplicaba a policías ver el cuerpo de su hijo muerto. El joven era delincuen­te y murió al ser abatido por un oficial. Mientras la madre lloraba al ver muerto a quien un día fue «su bebé», los co­mentarios llovían: unos criticaban a la madre diciendo que no supo corregirlo a tiempo, otros asumían que ella nunca lo reprendió y unos más satirizaban su pérdida.

Lo cierto es que los padres no pue­den tomar decisiones por sus hijos, pero instruirlos en el camino correcto y orar a su favor ha demostrado en varios casos tener efectos muy positivos y nada se pierde al intentar. En la Universal abun­dan testimonios de ello…

Oración vs. Palabrería

Para quien tiene fe, orar es hablar con Dios, contarle a Él sinceramente lo que nos pasa. Cuando alguien medita en lo que está escrito en la Biblia, está es­cuchando a Dios. En esa dinámica de ha­blar-escuchar, si le es sumado el seguir sus consejos, el milagro ocurre.

Orar no es repetir palabras sin senti­do, es una charla en donde uno expone lo que siente y quiere, donde se com­promete con Dios.

En las Sagradas Escrituras hay una promesa: «Pidan, y se les dará, bus­quen, y encontrarán, llamen, y se les abrirá» (Mateo 7:7).

¿Cómo hacer que Dios nos escuche?

De acuerdo al obispo Edir Macedo, no es la lástima, la religiosidad o la per­fección lo que hace a alguien ser ben­decido, y sí ¡la fe sincera! «Dios busca sinceridad en nuestra oración. No sirve hablar por hablar sin tener claro lo que queremos decir», explica.

«Dios atiende las oraciones de los que viven conforme a Sus enseñanzas. Practique la oración, aunque no tenga ganas y deje a Dios ser parte de su vida. Puede parecer que la respuesta tarde, pero a su tiempo, Él va a responder», concluye el obispo.

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«Mi hijo andaba en malos pasos, pero mi oración y mi fe lo rescataron»

«Mi hijo era adicto a la marihuana, co­caína, tabaco y alcohol, se involucró con malas amistades y, por andar en malos pa­sos, destruyó su vida: era rebelde y no le interesaba nada.

De tan agresivo que se ponía, nos daba miedo. Recuerdo que cuando estábamos en la sala de la casa platicando, riendo, conviviendo como familia y él llegaba, to­dos huíamos a nuestras habitaciones. Fue muy triste porque no pasó solo una vez, ¡era siempre!

Así como se comportaba mi hijo, sabía que el único que podía ayudarlo a salir de ese fondo era Dios y, a pesar de que la gente a mi alrededor intentaba que me diera por vencida diciéndome “no va a cambiar”, no les hice caso.

Hubo muchas veces que me costó tra­bajo continuar, lloré al verlo en esa situa­ción, pero mi obediencia a Dios hizo que no desistiera hasta que mi hijo venciera las adicciones.

Como resultado a mi confianza, el Se­ñor lo rescató de ese mundo de perdición.

A la fecha no toma, no se droga y no fuma, es el hijo que siempre quise. Fue una lucha, una guerra ganarlo para Jesús, sufrí mucho, sin embargo, valió la pena.» -Vilma

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